La délicatesse, de
David Foenkinos.
O el nunca aprenderás, amigo.
Bueno, yo no es que sea ya afrancesado. Me declaro ya directamente francés, con la misma facundia con que los catalanes se declaran nación. Ya, ya sé que no lo soy. Pero ellos tampoco. Y qué.
El caso es que me gusta lo francés. Pero claro, también me gustan las mujeres, pero no todas. Las gordas, por ejemplo, no suelen.
La literatura francesa últimamente anda engordando un poco de tanta tontería. La tontería engorda, emboba. Hay una literatura burguesa francesa insoportable, cuyo máximo exponente es la
Elegancia del erizo, novela falsamente intelectual y llena de guiños intelectuales a un lector que, de intelectual, tiene más bien poco. Los franceses se creen que porque Sartre fue francés todos son Sartre. Y no.
Esta novela viene precedida por varios premios. El nombre de su autor es raro, raro, raro, y evoca paisajes antárticos. Me la he leído de un tirón, porque es una novela fácil de leer. Eso no es ni bueno ni malo. Fácil de leer es el extranjero de Camus, que resulta una obra maestra. A Sartre no hay quien le lea, y es un peñazo.
Es una edulcorada historia de amor, género Anna Gavalda pero más optimista. Es una novela del género francés tan suigeneris que yo llamo
niais, es decir, tontín. Como la elegancia del erizo. Tonto no, tontín, tontín le dice la novia remilgada al novio de toda la vida que le dice oye, ¿me dejas darte un besito en la nuca?. Ay, tontín.
Pues así es la
délicatesse, como esos novios antiguos y ruborizados, jijijiji, qué cosas tienes, Federico. Literatura para modistillas, para señoritas cloroanémicas, para Sissies soñadoras. Un ejemplo más de que la civilización occidental descarrila de tanta miel con que engrasa sus ruedas.
Como el toro me crezco en el castigo.