Un ancestral conjuro mantenía al sol y la luna distanciados por la noche y el día.
El sol ansiando abrazar a su amada, lucía con fuerza esperando que la calidez de sus rayos llegaran a su amada.
La luna, resplandeciendo en su lívida belleza, iba lanzando besos con la esperanza de que llegaran hasta los belfos de su amado; que al no llegar hasta su destino, quedaban prendidos en la bóveda celestial como estrellas.
Y así iban pasando los días, los años y los siglos.
No perdían la esperanza, pero ambos sabían que se iba difuminando en el tiempo.
Hasta que un día el sol, ansiando tanto que su querida luna sintiera sus brazos, esperó y retraso su ocaso.
El celeste espacio que extendía sus confines a lo lejos del horizonte, iba cambiando en intensidad; rompiendo en jirones que sangraban en añil para ir cubriendo poco a poco el firmamento.
Y el sol seguía esperando. Y creyendo que tanta intensidad de color podía atenuar su fuerza, brillaba y resplandecía con más tesón. Así fue como los pequeños resquicios de cielo que el crepúsculo aún no había cargado de penumbra, pigmentados por la pasión del astro solar se tiñeron de bermellón y carmesí.
Como un desesperado abrazo y beso que los rayos extendían esperando el momento que su amada apareciese.
Y fue ella, con su brillo y reflejo, al querer aferrarse a aquel rastro celestial que su amado dejaba para ella, quien aplacó aquel bello cuadro de colores.
Y la noche cayó después de un intenso y breve encuentro.
Buenas Noches.
