Me puse la última y abrí el periódico para soportar el tiempo inútil de la espera. Una mujer elegante y anciana se colocó detrás de mí y suspiró como un huracán debilitado. De pronto, un revuelo me sacó de la página de cultura.
Voces sin piedad exclamaban: !Pongase a la cola, señora! La mujer, sin amedrentarse, se fue por un pasillo farfullando desdenes. La escena se repitió tres minutos después con un abuelo emboinado que se aferraba al mostrador mientras la serpiente legal volvía a sus implacables alaridos: !A la cola señor, todos tenemos prisa! Yo me sentía mal. Entendía los silvidos de la serpiente pero me parecía que tratar así a los viejos enfermos era desalmado. Volví a mi página negra. Al instante otro estallido, ahora con más furía, se volcaba sobre la empecinada primera dama calva que había vuelto y se apoyaba en el mostrador encapsulada.
Miré hacia una cincuentona con chándal y le pregunté: ¿Por qué tienen tanta prisa los viejos? Me contestó sin piedad: Con la edad se pierde la paciencia. Pero no hay que dejarlos, hay que pegarles un buen grito y ponerlos en su sitio.
Sentí un escalorfrio y retiré la mirada. Me puse a pensar y visualicé los viejos cruzando por vías peligrosas con el semáforo en rojo, empujando en el autobús, presionando en el mercado. ¿Por qué? De pronto, lo comprendí: Los viejos no tienen tiempo.
No lo tienen. Y sólo los que se hacen sabios conocen que no llegamos a ninguna parte. La mayoría, yo también, corremos con la convicción de que el desasosiego que nos invade desaparecerá cuando cambiemos de habitación, de gente, de luz. Corremos convencidos de que el pequeño destello de felicidad que aparece de tarde en tarde no está nunca en ese lugar presente que nos agarra. Llegé a la conclusión de que con la edad nos vamos convirtiendo en niños, en niños sin gracia, a los que nadie regala un caramelo para que tengan paciencia. A partir de una edad vamos hacia una infancia dolorida y sórdida de un mundo que no respeta a los viejos. Y ellos, empecinados niños, intentan saltarse las colas para llegar al destello del café con galletas, para hacerse ver entre esos prepotentes jóvenes que los ignoran. Sólo algunos saben que esa puñetera e impacable cola es la vida misma.
La mayoría, sin un juguete que llevarse a las manos, sin caramelo en la boca, juegan a saltarse la serpiente con el semáforo en rojo.
Mientras andaba abstraída en estas cavilaciones, la elegante anciana que me pidió la vez se me puso delante. Yo hice que no me daba cuenta. Y ella suspiró huracanadamente. Satisfecha.
Mis saludos,
Lidia.
