Hete aquí que ayer por la mañana estaba yo en la playa rodeado de tetas al aire, algunas decaídas, otras como frutas de verano, y hoy ya aquí frente a mi ordenador de todos los días, que no tiene tetas, pensando en cuándo será que tocan de nuevo vacaciones.
Ir de vacaciones con niños, aunque no sean tuyos, tiene lo suyo de coñazo, pues los niños son especie nerviosa, dados a ataques de hiperactividad e hiperemotividad sin desencadenante aparente, salvo el influjo de la luna o los propios nervios, ese exceso de vida que por algún sitio tiene que fluir.

Mi señora, que a la sazón es su tía, me dijo de sacar entradas para Port Aventura y el Circo del Sol. Mi primera impresión, al ver los precios, fue el detente, lanza, pero ya saben que al final el hombre está hecho para obedecer a la mujer, siempre y cuando parezca que él toma las decisiones.
En Port Aventura disfruté como un perro apareándose, pero si algo me gustó especialmente fue el Circo del Sol.
Ni la compañía, en el asiento de al lado, de una rusa cetácea pudo conseguir que ni el menor nubarrón oscureciera dos horas de magia, brillantez, sorpresa, espectáculo, en suma, dos horas que pasaron como dos minutos.
Salí convencido de que si en la vida hay gente que hace todo ese esfuerzo para atraer al prójimo, va a ser que la vida es algo más que una sucesión de miserias biológicas.
Vayan. Amaluna, se llama esto suyo.
Menos mal que soy obediente, menos mal que, como siempre, le hice caso a mi mujer.
Cometí el error de confesárselo: eso es algo que nunca se debe hacer.