Mensajepor Gloria » 27 Sep 2014 11:41
En torno al exceso
[align=justify]Resolver la leve distancia comprendida entre la actividad neurotransmisora de nuestro cerebro y una rosa o una melodía que altera nuestra frecuencia cardiaca podría ser clave para entender el parentesco entre pasión y locura. En el preciso instante en que la música delata su cometido conectando nuestros sentidos, la maquinaria enajenada de afectos desordenados da sus primeros frutos en forma de lágrimas, exaltación, ansiedad, valentía y hundimiento, de planificación dramática que conduce inexorablemente al caos, a la pasión, a un padecimiento incontrolado que guarda relación con un desorden anímico que quizás tendríamos que renombrar químico. El ánimo, esa ánima, cae presa del turbamiento y con ella la razón y los sentidos. ¿Es amor, pasión o locura? ¿Fue amor la obsesión de Aloïse por el káiser Guillermo II durante su reclusión en el manicomio de La Rosière de Gimel? ¿Fue locura o más bien se trataba de la sublimación estética de la locura? ¿A qué responden, por tanto, sus dibujos y sus escritos? Existe sin duda un tenue hilo conductor que conecta los instintos más salvajes y menos elaborados con una necesidad casi animal de fijación y captura del momento, ya sea mediante la palabra o mediante la plasmación de imágenes o la acción. Desde los versos de Aloïse hasta el abandono de Basquiat a una escritura plástica primitivista
casi inconsciente y mecánica, pasando por las puestas en escena grotescas del accionismo vienés o el minucioso barroquismo de los dibujos de Madge Gill o de construcciones como House of Mirrors, de Clarence Schmidt, a lo largo de décadas han existido dimensiones implícitas en el arte que lo han convertido en objeto de vigilancia no sólo de la crítica, sino también de la medicina, la psiquiatría o incluso la iglesia.
A lo largo de los siglos, en la frontera nebulosa que por un lado separa y por otro relaciona los territorios del arte y la locura, de la plástica y la transcripción de la demencia, ha estado presente un elemento de sospecha que resulta clave para discernir, ordenar y argumentar la relación de algunas manifestaciones y categorías artísticas con ciertos estados de alteración psíquica. Desde las manifestaciones más primitivas hasta los más elaborados posicionamientos conceptuales, el acto creativo ha evolucionado siempre parejo y cercano a estados psíquicos en cierto modo alterados.
De hecho, siguiendo de cerca las sugerentes teorías de Hans Prinzhorn relativas a la creación desde la demencia, cabe interpretar las obras realizadas por sujetos considerados marginales o locos como estructuras lingüísticas propias capaces de conectarlos y relacionarlos con el mundo exterior, por mucho que a menudo esa no fuera su consciente y primera finalidad. Del mismo modo, podemos leer el trabajo artístico considerado desde su primaria intención como tal. ¿Acaso no estamos hablando, cuando nos referimos al arte, sea cual sea la consideración histórica a la que responda, de un lenguaje inventado a partir de premisas más o menos individuales y por consiguiente más o menos contextualizadas social e intelectualmente? El acto creativo participa en ambos casos de una misma finalidad conectiva, la ordenaciónde la forma o la palabra toma la vía de la comunicación de territorios ignotos para el espectador traduciéndolos con mayor o menor intencionalidad didáctica o críptica.
Por otro lado, resulta ilustrativa también la conclusión a la que llegaría a mediados de la década de los años cuarenta el crítico de arte Mário Pedrosa, a raíz de la investigación sobre las capacidades creativas de los enfermos de esquizofrenia mediante los talleres de terapia ocupacional como alternativa al electrochoque o la lobotomía, un proyecto llevado a cabo en Río de Janeiro por la doctora Nise de Silveira. Pedrosa argumentaba que «el artista no es aquel que sale diplomado de la Escuela Nacional de Bellas Artes, ya que en ese caso no habría artistas entre los pueblos primitivos». En efecto, ha quedado probado que la consideración de la obra de arte como tal no siempre es normativa o, a lo sumo, no siempre se puede establecer de manera unívoca. Así lo demuestran los repetidos proyectos e investigaciones de psiquiatras y artistas que han analizado el trabajo de internos de hospitales psiquiátricos. Vienen inmediatamente a la cabeza los nombres de Walter Morgenthaler, la colección del Bethelem Mental Asylum de Londres de comienzos del siglo xix o la llamada colección Heidelberg, iniciada por Emil Kraepelin y utilizada décadas más tarde con fines políticos por el partido nacionalsocialista alemán. Aunque tampoco conviene olvidar el interés que despertó cierto tipo de arte inconsciente característico de artistas como André Breton o Paul Klee. Recordemos que el propio dadaísmo y, por supuesto, el surrealismo, fijaron sus bases en una defensa a ultranza de la liberación del inconsciente. Las imágenes que mostraron los proyectos recopilatorios clínicos antes citados no están muy alejadas de las experiencias que tuvieron lugar en los intestinos del Cabaret Voltaire o de las paranoias plásticas que inmortalizó el pincel de Salvador Dalí. Lo que llegado el caso distingue ambos tipos de obra es la incidencia de la crítica sobre ellas. Pensemos sin ir más lejos en la producción de Laure Pigeon, que sólo se descubrió tras su muerte. Desde luego, la recepción de su prolija colección de dibujos y pinturas está marcada por una perspectiva nada inocente, cargada de precomprensiones y posterior a la idea ejecutiva original de su autora. Esto es, tiene más que ver con la interpretación externa de la entidad de la obra en tanto que obra con carga artística, que con la posible intencionalidad de una colección fruto quizá de las alucinaciones o de los padecimientos (de nuevo la pasión) de la propia autora, un trabajo al que sólo la casualidad rescató de la oscuridad y el olvido.
Así pues, tenemos ya dos elementos que comunican la actividad creativa marginal y la considerada no marginal o integrada, realizada por quienes han adquirido previamente la categoría de artistas. Por un lado, el origen, la intencionalidad de la pulsión primera, inicial, el mecanismo de elaboración, el recorrido pasional hasta que se desarrolla la imagen, la acción o la palabra. Por otro lado, la recepción de esa imagen, de esa acción o ese texto integrado en el conjunto de categorías estéticas establecidas por crítica, público y mercado.
El primer elemento de conexión remite directamente a la figura del individuo creador, ya se trate de un enfermo o de un sujeto que se considera a sí mismo o el sistema considera artista. Tal y como apuntábamos arriba, llama la atención la afinidad de la actitud respecto al procedimiento creativo: en ambos casos la creación se entiende como una manera de establecer puentes de comunicación con el exterior, como una vía para sublimar y forzar estados de inconsciencia o de padecimiento. Se trataría, por tanto, de una estrategia lingüística, al tiempo que de una maniobra terapéutica. Tanto el artista como el demente o el sujeto primitivo participan de un ritual de liberación del inconsciente, en muchos casos compulsivo, cuyo residuo tiene concomitancias plásticas. Y sería precisamente aquí donde entraría en juego el otro nexo que pone en relación la obra de arte del outsider, del loco y del artista, esto es, la interpretación, la consideración de la obra por parte de público (ya sea aquí la institución psiquiátrica o el aforo de un museo) desde el punto de vista de su calidad artística y no en tanto que residuo de un proceso cuyas motivaciones iniciales son bien diferentes.
Hemos de incidir aquí en el hecho de que a lo largo de los siglos muchos artistas han demostrado vivir a medio camino entre una situación y otra, entre el taller y el manicomio; cabe recordar el caso de performers como Otto Mühl o diletantes como Antonin Artaud. Estos y otros sujetos, considerados en un principio artistas, plantearían en muchas ocasiones la duda respecto a los límites de la locura. La trasgresión que subyace a muchas de las manifestaciones de estos y otros artistas hace que esa frontera nebulosa fluctúe. ¿Por qué, si no, un individuo que agita su cabeza durante horas con movimientos y espasmos compulsivos nos resulta claramente un loco y, por el contrario, quien decide tomar una barca y desaparecer abandonado a la voluntad del mar en el horizonte, declarándolo obra de arte final, resulta ser referente durante décadas para muchas generaciones de artistas?
Si se admite que el ejercicio de la crítica y el papel del receptor de la obra constituye un elemento fundamental en la valoración de la artisticidad de cualquier tipo de creación, resulta entonces interesante analizar someramente la manera en la que se ha juzgado en diferentes etapas históricas la obra de los marginales, los enfermos mentales o los propios artistas que rozaron la frontera de la locura. Nada tiene que ver la consideración que los pueblos primitivos mostraban hacia los perturbados y sus acciones, observadas con respeto e incluso analizadas como portadoras de mensajes de interés, con la lectura que con posterioridad llevará a cabo la cultura cristiana occidental, que denostó la locura al relacionarla con el pecado y la figura del demonio.
La evolución de la tolerancia y de la sofisticación en la relación con la locura ha corrido paralela a los avances de la investigación científico-crítica y al planteamiento de cuestiones estéticas que se adentran en terrenos que antes sólo suscitaban miedo y rechazo hacia lo grotesco. Aunque durante el siglo xviii la visión romántica propició un cambio en la óptica con la que se observaban las manifestaciones de los enfermos en aras de un voto de confianza estético, las primeras incursiones que se atrevieron a relacionar el carácter y la entidad artística con las manifestaciones de la locura no surgieron hasta el siglo xix, con aventuras críticas como las de Cesare Lombroso en su estudio Genio y locura, publicado en 1882.
De forma casi paralela a Lombroso, nuestro premio Nobel de medicina, Santiago Ramón y Cajal, abordó, a raíz de sus estudios sobre las neuronas y el sistema nervioso, temas como la doble personalidad de los artistas: «Quien viva un verdadero drama, buscará en la ficción un lenitivo y un consuelo a sus amarguras y escribirá crónicas, versos alegres, cuentos graciosos y regocijados o anécdotas picantes. Cada cual finge lo que necesita por compensación de lo que tiene. De esta manera la vida mental se integra y completa, y todos los órganos cerebrales entran sucesivamente en juego».
Por su parte, el conjunto de trabajos de enfermos mentales que recogía la obra de Hans Prinzhorn Expresiones de la locura, publicada en 1922 a propósito de la colección de Heidelberg a la que antes hacíamos referencia, consiguió despertar un enorme interés. La teoría de Prinzhorn era plenamente positiva y equiparaba en muchos casos la gramática formal de las personalidades perturbadas con la de los artistas al uso. Prinzhorn hablaba de tendencias repetitivas, ornamentales o simbólicas.
Pese a la tergiversación y al uso panfletario que la propaganda nazi hizo posteriormente de estos esfuerzos, ejemplos como los de la colección de Heidelberg o acercamientos de artistas como Jean Dubuffet fueron responsables durante la década de los años cuarenta no sólo de un giro en la concepción del arte desde el inconsciente (degenerado, infantil o primitivo), sino de un verdadero movimiento de búsqueda de un arte no cultural, no normativo. Sin duda las pulsiones que motivan la creación artística, incluso las imágenes que surgen de manera sistemática y casi inconsciente de la mano de los artistas inmersos en el sistema de la cultura, han quedado necesariamente relativizadas. Después de todo, parece haber un estadio plagado de iconografía al alcance de los niños, los simples, los artistas o los perturbados, un territorio en el que coinciden las formas, crudas o cocidas, sofisticadas posteriormente con discursos programáticos o no, pero susceptibles de ser utilizadas como puente al exterior. Lo cierto es que sólo en el exterior, cuando se interpretan a partir de su contexto y de sus circunstancias, las imágenes inicialmente vírgenes de todo prejuicio son encasilladas o recibidas y normativizadas.
Lo cierto es que existe un territorio en el que la música es todavía capaz de vapulear nuestro sistema nervioso como lo haría una catástrofe, que existen espacios en los que la pasión se viste como se visten las palabras, los colores o los gestos; un estadio en el que el káiser puede ser amado hasta la locura con la misma vehemencia con la que Tristan Tzara verbaliza «bumbum, bumbum, bumbum», un territorio de imprevistos en el que coinciden arabescos, gritos, campos de maíz peinados por el viento o niñas perseguidas por soldados. Lo cierto es que el alma sigue demostrando su capacidad para apropiarse de todos y de cualquier territorio, ajena a la voluntad, ajena a la corrección, ajena al mar de sentidos en el que luego pueda caer su posible reflejo especular sobre el papel.[/align]
DOLORES DURÁN ÚCAR
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Gloria el 27 Sep 2014 12:07, editado 2 veces en total.